Lorena Cortés Villaseñor

¿Un delincuente nace o se hace? 

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Desde la criminología, el debate sobre si un delincuente nace o se hace ha sido uno de los más relevantes en la historia del pensamiento penal. Se han desarrollado diversas teorías que buscan explicar la criminalidad desde una perspectiva biológica, psicológica y sociológica.

Uno de los primeros intentos por encontrar una respuesta científica provino de Cesare Lombroso (1835-1909), el padre de la criminología positivista. Lombroso sostenía que el criminal poseía características biológicas heredadas que lo predisponían a delinquir. En su obra L’uomo delinquente (1876), argumentó que ciertos rasgos físicos, como la forma del cráneo, mandíbula prominente o asimetría facial, eran indicios de un “criminal nato”, un individuo con tendencias innatas hacia la violencia y el crimen. A través de estudios forenses de cráneos de delincuentes ejecutados, Lombroso intentó demostrar que existía una relación directa entre la fisiología de una persona y su comportamiento criminal. Aunque su teoría ha sido desmentida con el tiempo, sentó las bases para posteriores estudios en neurocriminología, los cuales han encontrado algunas correlaciones entre alteraciones cerebrales y conductas violentas.

Más recientemente, la teoría de la neurocriminología, propuesta por Adrian Raine, ha cobrado relevancia al estudiar la relación entre factores biológicos y neurológicos en la criminalidad. Raine sostiene que ciertas anomalías en el cerebro, como disfunciones en la corteza prefrontal y la amígdala, pueden predisponer a ciertos individuos a la agresión, la impulsividad y la falta de control de impulsos, características asociadas con comportamientos delictivos. La corteza prefrontal, encargada de la toma de decisiones y la regulación de la conducta, suele presentar menor actividad en individuos con antecedentes criminales, lo que puede contribuir a una menor inhibición de respuestas violentas. Asimismo, una hiperactividad de la amígdala ha sido vinculada a reacciones de agresión desproporcionadas. Si bien estos factores no determinan el crimen por sí solos, pueden aumentar la probabilidad de conductas violentas cuando se combinan con factores ambientales y sociales adversos.

Con el paso del tiempo, la criminología evolucionó para incorporar factores ambientales y sociales en la explicación del crimen. Émile Durkheim (1897), en su teoría de la anomia, sostenía que el crimen no era producto de una predisposición biológica, sino de la falta de cohesión social y el debilitamiento de normas y valores en una sociedad en crisis. Otro enfoque relevante es el de Robert K. Merton (1938) y su teoría de la tensión, que plantea que la criminalidad surge cuando existe una brecha entre las aspiraciones culturales de éxito y los medios legítimos para alcanzarlas. En sociedades donde el acceso a la educación, empleo y movilidad social está restringido, los individuos pueden recurrir al crimen como un medio alternativo para lograr reconocimiento y riqueza.

Por otro lado, desde la teoría del aprendizaje social de Edwin Sutherland (1939), se argumenta que la criminalidad es un comportamiento aprendido. A través del contacto con redes delictivas, los individuos adoptan normas, valores y técnicas del crimen, lo que los lleva a desarrollar carreras delictivas. En este sentido, nadie nace delincuente, sino que el contexto social y las interacciones que experimenta una persona son clave para determinar si se involucrará en actividades criminales.

Explicaciones contemporáneas del crimen en México

El crimen en México es un fenómeno complejo que no puede explicarse con una sola teoría, sino con una combinación de factores sociales, económicos y políticos. Merton argumenta que la desigualdad extrema y la falta de oportunidades llevan a muchas personas a recurrir a medios ilegales para alcanzar el éxito. Sutherland, por su parte, explica cómo el crimen se aprende dentro de redes criminales, donde cárteles y pandillas funcionan como agentes de socialización, normalizando la violencia y el delito. La Criminología Crítica señala que la corrupción sistémica y la impunidad han permitido que el crimen organizado prospere, mientras que la captura del Estado por intereses criminales ha generado un sistema donde se administra el crimen en lugar de erradicarlo.

La impunidad estructural y la corrupción descontrolada son dos de los incentivos perversos de cara al fenómeno de inseguridad en México. Solo para darnos una idea, según Raquel Buenrostro, la corrupción en México representa aproximadamente el 20% del presupuesto nacional, lo que significa que una quinta parte de los recursos públicos no se destina a su propósito original, sino que es desviada hacia cuentas de funcionarios. Muna Buchahin, experta en corrupción, advierte que este cálculo solo contempla la extracción directa del erario, pero que al menos una cantidad equivalente se trafica en tratos corruptos fuera del presupuesto oficial. Esta situación ha llevado a México a caer al peor nivel de su historia en el combate a la corrupción, según el Índice de Transparencia Internacional, que lo ubica en la posición 140 de 180 países, equiparándolo con Iraq, Uganda o Nigeria. Este escenario de corrupción estructural no solo perpetúa el crimen como una opción viable, sino que erosiona la confianza en las instituciones y debilita el Estado de derecho. Frente a este escenario, y cuando el país necesita a las instituciones de justicia más fuertes, la propuesta de elección de jueces, magistrados y ministros por voto popular no solo no resolverá esta crisis, sino que la institucionalizará, permitiendo que el sistema judicial quede sometido a intereses políticos y económicos, en lugar de garantizar imparcialidad y aplicación efectiva de la ley.

De acuerdo con el Índice Global de Crimen Organizado de Global Initiative, México ocupa el tercer lugar en criminalidad a nivel mundial, solo detrás de Birmania y Colombia, con más de 15 actividades delictivas, incluyendo trata y tráfico de personas, así como la producción y venta de drogas sintéticas. Esta penetración del crimen organizado en la estructura económica y social del país se refleja en su capacidad de reclutamiento: según una investigación publicada en la revista Science, el narcotráfico en México cuenta con aproximadamente 175,000 integrantes, lo que lo convierte en el quinto empleador más grande del país, superando a corporaciones como Oxxo y Pemex. Este panorama evidencia cómo la criminalidad no solo representa un desafío de seguridad, sino que también ha sido asimilada como una opción de empleo en un entorno de desigualdad y falta de oportunidades.

Las teorías criminológicas contemporáneas dejan claro que nadie nace delincuente. Si bien factores biológicos y neurológicos pueden predisponer a ciertos individuos a la agresión o la impulsividad, conductas susceptibles de un impacto en el ámbito penal, es el entorno el que determina las oportunidades delictivas más que la personalidad del individuo. Por lo tanto, son las condiciones sociales, económicas, políticas y culturales las que moldean la conducta criminal.