El primer día de su mandato, el presidente Donald Trump designó a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas, marcando un punto de inflexión en la relación bilateral y colocando a México en un terreno diplomático sumamente riesgoso. Como si eso no fuera suficiente, la Casa Blanca lanza una acusación tan brutal como inédita de que el gobierno de México mantiene una «alianza inaceptable con los cárteles”. Horas después, el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, anunció que su gobierno incluirá a los cárteles mexicanos en su lista de grupos terroristas. Lo que hasta hace unos años se consideraba un problema de seguridad interna hoy ha cruzado el umbral de la política internacional.
Hoy, el 30% del territorio nacional está bajo control de algún grupo del crimen organizado, lo que significa que en amplias regiones del país, la ley no la dicta el Estado, sino los cárteles. Más del 95% de los delitos en México no se resuelven. Más del 90% de los homicidios dolosos vinculados al crimen organizado quedan impunes. En varios municipios, los cárteles han impuesto a alcaldes, no solo controlan el cobro de impuestos, regulan la entrada y salida de mercancías y hasta imponen toques de queda.
La normalización de las tasas epidémicas de la violencia homicida y la crisis humanitaria de las desapariciones forzadas vinculadas a la violencia del crimen organizado han banalizado el fenómeno a costa del dolor de cientos de miles de víctimas. Tal vez esto un poco explica que México ya no es percibido como un país sólo con problemas de narcotráfico, sino como un territorio infiltrado y controlado por el crimen organizado, con un gobierno incapaz o, peor aún, coludido con estos grupos.
Este es el resultado de décadas de negligencia, de minimizar la violencia y de usar la estrategia de la omisión como política de seguridad. México no llegó hasta este punto de la noche a la mañana. No llegamos aquí por accidente. Estamos aquí por décadas de impunidad y corrupción, porque en los últimos años Obrador no solo subestimó a los grupos del crimen organizado, sino que los legitimó con su narrativa de que «el narco también es pueblo».
Cuando un presidente interviene para que la familia de un capo obtenga visas humanitarias, deja libre a Ovidio Guzmán, se conmueve públicamente por la sentencia de Joaquín Guzmán y evita enfrentar directamente a los cárteles con su narrativa de “abrazos, no balazos”, el mensaje fue claro: el Estado cedió territorio y poder al crimen organizado.
La presidenta Claudia Sheinbaum heredó un Estado debilitado e infiltrado por el crimen, pero también un país donde el número de organizaciones criminales se ha fragmentado, diversificado y expandido. Durante los últimos años, los grandes cárteles han evolucionado hacia un modelo descentralizado, dando lugar a decenas de células más pequeñas, pero igual de letales, que han diversificado sus actividades más allá del narcotráfico, incluyendo extorsión, cobro de piso, tráfico de personas, minería ilegal, robo de hidrocarburos, secuestros etc.
Las implicaciones de este nuevo escenario son devastadoras y, de no actuar con la precisión y urgencia que lo amerita, México se enfrenta a un futuro de aislamiento diplomático, sanciones económicas y hasta posibles incursiones extranjeras en su territorio.
La presidenta Sheinbaum con toda razón insiste, que el 74% de las armas en México provienen de armerías en Estados Unidos. Sin embargo, las armas no cruzan solas. Hay una pregunta clave que queda sin respuesta en su narrativa: ¿cómo entran esas armas a México? Es imperativo limpiar las aduanas, los puertos y las rutas de tráfico. De igual forma, no basta con capturar capos. Se debe cortar el flujo de dinero que financia su operación, congelando cuentas y desmantelando sus redes de lavado de dinero.
México aún tiene margen de maniobra, pero el tiempo se agota. Si el gobierno de la Presidenta Sheinbaum no toma medidas drásticas para desmantelar las redes del crimen organizado, comenzando desde lo local y estatal, las consecuencias serán irreversibles. La presidenta Sheinbaum tiene ante sí la oportunidad de demostrar que México puede recuperar el control de sus territorios. Si su gobierno logra romper con la inercia de la omisión, fortalecer las instituciones de seguridad y reestablecer la cooperación internacional, el país aún puede evitar la etiqueta de un narcoestado y recuperar la confianza perdida.
No será fácil. Los desafíos son enormes y las soluciones requieren valentía política, coordinación y estrategia real. Pero si su administración asume con determinación el reto, como hasta ahoralo ha dejado claro que la seguridad es una prioridad innegociable, México aún tiene margen para cambiar su rumbo. El tiempo juega en contra, pero el liderazgo se demuestra en los momentos más críticos. Si la presidenta continua actuando con firmeza, tendrá la oportunidad de ser recordada no solo como la heredera de una crisis, sino como la líder que comenzó a revertirla.