El concepto de “criminalidad de cuello blanco”, acuñado por Edwin H. Sutherland en la década de los treinta (Escuela de Chicago), ha evolucionado para describir un fenómeno que no solo sigue vigente, sino que ha marcado la actualidad: la corrupción estructural en las estructuras de poder. En México, esta forma de criminalidad se ha convertido en un pilar de la estructura política y económica, donde más que la aplicación de la ley, lo que define la impunidad de los actores políticos es su alineación con el régimen en turno.
Esta realidad también desnuda una “crisis moral”, se ha vuelto costumbre ver a políticos y burócratas ostentar niveles de vida que no corresponden a sus salarios sin que esto genere mayor indignación o consecuencias. La cultura del esfuerzo y el trabajo ha sido desplazada por la búsqueda del dinero fácil, que solo se consigue a través de la corrupción e impunidad.
A diferencia de la delincuencia común, la criminalidad de cuello blanco se caracteriza por ser cometida en el ejercicio de funciones del poder político, particularmente en el ámbito ligado a la administración pública y partidista, con prácticas que van desde el conflicto de intereses hasta el desvío de recursos públicos. Los delitos de cuello blanco ostentan el mayor porcentaje de cifra oculta (cifra negra).
Estas prácticas están tan institucionalizadas que no son vistas como delitos por quienes las cometen, sino como parte del “sistema político” de una normalidad. La impunidad ha permitido que estos esquemas sean aceptados con cierta resignación social, reforzando la idea de que el enriquecimiento solo es posible a través de la corrupción al grado de que en nuestro país la impunidad no es una consecuencia, por el contrario se ha convertido en un mecanismo de control político. Aquellos que se alinean con el régimen en turno gozan de protección, mientras que quienes desafían el poder son perseguidos legalmente. La evidencia empírica muestra que la “justicia selectiva” es una constante en los regímenes autoritarios y populistas.
La desaparición del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) y su sustitución por un órgano no autónomo, desconcentrado de la Secretaría de Anticorrupción y Buen Gobierno, representa un retroceso en los mecanismos de rendición de cuentas. Este cambio implica que las decisiones sobre la reserva de información y la transparencia estarán sujetas a la voluntad del propio gobierno, regulándose a sí mismo y eliminando cualquier control externo.
Uno de los mecanismos más cuestionables dentro de este nuevo esquema es el uso de “la paz social” como criterio para la reserva de información. A diferencia de la tradicional prueba de daño, que obligaba a demostrar cómo la divulgación de datos afectaría la seguridad nacional o el interés público, el concepto de “paz social” es ambiguo y subjetivo. Esto abre la puerta a que cualquier información que pueda generar descontento, movilización social o cuestionamientos al régimen sea bloqueada bajo argumentos ambiguos. La rendición de cuentas en este nuevo modelo se ve gravemente comprometida. Sin un órgano autónomo que exija transparencia, el gobierno se convierte en juez y parte, decidiendo qué información puede hacerse pública y qué debe ocultarse.
El INAI, pese a sus retos, había logrado reconocimiento internacional en materia de acceso a la información. Su desaparición no sólo limita el derecho a la información de la ciudadanía, sino que profundiza el “ecosistema de impunidad”, donde la corrupción y el abuso de poder pueden operar sin escrutinio.
Aún más preocupante es la crisis que refleja los delitos de cuello blaco, como medio legítimo para enriquecerse. La narrativa del esfuerzo ha sido sustituida por la del dinero fácil, promovida por políticos, burócratas: criminales de cuello blanco que han hecho del abuso del poder su forma de vida. Hasta que no se restablezcan verdaderos mecanismos de rendición de cuentas y se recupere el sentido de responsabilidad ética, la criminalidad de cuello blanco seguirá siendo la columna vertebral del poder político en México, y lo peor, seguirá siendo vista como el camino más corto al “éxito”.