Lorena Cortés Villaseñor

La carta del Papa Francisco a Michoacán, la voz que enfrentó a la violencia. 

Lorena Cortés - Miniatura (8)
Facebook
WhatsApp
X
Telegram

En julio de 2021, el papa Francisco dirigió una carta al Obispo Monseñor Cristóbal Asencio de la diócesis de Apatzingán.  En ella, manifestó haber “tenido noticias de los grandes sufrimientos, causados por los violentos enfrentamientos entre bandas rivales de narcotraficantes”. El Pontífice   condenó sin rodeos la situación, afirmando que “el clima de terror y de inseguridad que aflige a la población inerme es contrario a la voluntad de Dios”. 

Con estas palabras, el Papa Francisco ponía voz a la indignación frente a la brutal y cruel realidad que viven comunidades enteras bajo el yugo del crimen en Michoacán. Al mismo tiempo, su carta buscó infundir esperanza: exhortó a los michoacanos a no desfallecer en la fe; “especialmente para los jóvenes de esa tierra, que les permita salir de situaciones de pobreza y marginación”, “y no ceder a la tentación de adecuarse al circuito del narcotráfico y la violencia”. 

Este mensaje del Pontífice resonó profundamente en Aguililla, uno de los municipios de la diócesis de Apatzingán que para entonces se hallaba en el epicentro de la violencia entre el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y grupos rivales. Que el Papa, desde el Vaticano, dirigiera su atención a una región apartada de México envuelta en terror, fue visto como un gesto sin precedentes.  A pesar de la distancia geográfica, el Papa Francisco se volvió prójimo de las víctimas: su carta fue leída en misa ante los feligreses de Aguililla, arrancando lágrimas esperanzadas a quienes encontraron consuelo en saber que hasta el sucesor de Pedro compartía su dolor. Hoy, tras su partida, aquellas palabras papales adquieren aún más peso como legado de empatía y llamado a la paz.

Detrás de la carta papal subyace una realidad cruda: Michoacán se ha convertido en una de las entidades más violentas de México en los últimos años. En particular, la región de Tierra Caliente, donde se ubica la diócesis de Apatzingán. Padece una escalada de conflictos armados entre cárteles que ha desgarrado el tejido social. Tan solo en los primeros meses de 2025, cerca de 500 familias de comunidades rurales de Apatzingán tuvieron que huir forzadamente de sus hogares por la violencia; más de 300 ya han retornado, pero alrededor de 150 familias siguen desplazadas por temor a las “narcominas” (explosivos improvisados), drones artillados y a los tiroteos entre grupos criminales. 

En este escenario de incertidumbre e impotencia, resuena con más fuerza el mensaje que el papa Francisco envió en 2021 al obispo de Apatzingán, Mons. Cristóbal Ascencio García, carta que hoy cobra renovada vigencia tras su reciente fallecimiento ya que su mensaje contrasta brutalmente con la tibieza institucional con la que desde el oficialismo suelen responder  ante la violencia. 

La Iglesia católica local ha emergido como un refugio para las víctimas. La diócesis de Apatzingán, a través de sus parroquias y agentes pastorales, ha tratado de ser bálsamo en la herida social. En junio de 2023 la parroquia de Nuestra Señora del Rosario, en la comunidad de Presa del Rosario abrió sus puertas para albergar a cientos de refugiados provenientes de poblados vecinos, que huían de una cruenta disputa territorial entre cárteles. Según el Observatorio de Seguridad Humana de la región, las familias desplazadas venían de localidades arrasadas como Llano Grande, El Alazán, Las Bateas y Tepetate, con un tercio de sus integrantes siendo niños. 

Hoy, la carta de Francisco se alza como un testimonio incómodo en medio de la inercia institucional. Mientras los gobiernos administran la tragedia con discursos huecos o indiferencia calculada, el Papa eligió desde su sencillez nombrar el dolor que muchos prefieren ignorar. Su gesto no pretendió resolver la violencia, pero sí romper el silencio cómplice que la perpetúa.