Lorena Cortés Villaseñor

La apología del crimen y la cultura de la corrupción

Lorena Cortés - Miniatura (6)
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Johan Galtung, en su teoría sobre la violencia (1995), nos ofrece una herramienta poderosa para entender fenómenos que muchas veces se perciben como anecdóticos o folklóricos, pero que en realidad están profundamente entrelazados con estructuras de poder y cultura. Según Galtung, existen tres niveles de violencia: la directa (visible, como las lesiones o los homicidios dolosos), la estructural (las condiciones que permiten la injusticia; no hay nada más violento que la pobreza) y la cultural (las narrativas, símbolos y valores que justifican y legitiman el crimen y las violencias).

Desde hace decadas en México, la violencia cultural ha encontrado en la narcocultura una de sus expresiones más sofisticadas y peligrosas. No se trata solo de música o entretenimiento: se trata de una narrativa aspiracional donde el criminal es admirado, el poder se impone por la fuerza y el éxito se mide en dinero, armas y sumisión. Narcocorridos, series de televisión, influencers y conciertos se convierten en canales de legitimación simbólica del crimen organizado.

De igual forma, el reciente narcohomenaje al “Mencho” en Guadalajara, así como los disturbios provocados por la negativa a interpretar narcocorridos en la Feria del Caballo, no son hechos aislados. Tampoco lo es la reacción de algunos gobiernos que ahora se muestran escandalizados, como en Michoacán, donde se ha manifestado que todo espectáculo que haga apología del delito será cancelado. ¿Pero no ha sido precisamente Michoacán escenario de presentaciones masivas donde estos contenidos han sido permitidos y promovidos ? ¿La indignación política llega solo cuando hay un escandalo mediático, no cuando hay conciencia?

Este fenómeno no es exclusivo de México. En Colombia, la figura de Pablo Escobar ha sido objeto de un proceso similar de glorificación. Aunque su historial está marcado por miles de muertes, actos de terrorismo y corrupción institucional, ha sido representado en películas, camisetas, narcobaladas y series que lo presentan como una figura carismática, incluso heroica. Tal como en México, esta construcción simbólica se sostiene sobre las grietas de un Estado debilitado y de una sociedad que, convierte al criminal en salvador. En ambos casos, la apología del delito no nace solo del morbo, sino de un vacío social, económico y político.

Los narcocorridos

El narcocorrido, como género musical, nace en México, con raíces en los antiguos corridos revolucionarios del siglo XIX y XX, que relataban las hazañas de bandidos, revolucionarios o personajes fuera de la ley. Con el tiempo, el corrido evolucionó hacia la exaltación del narcotraficante como figura de poder. Se consolidó en los años 70 y 80, especialmente en estados del norte como Sinaloa, Durango y Tamaulipas. Artistas como Los Tigres del Norte o Chalino Sánchez comenzaron a narrar historias del narco no como crítica, sino como epopeya moderna, colocando al capo como protagonista valiente, rebelde y próspero.

Aunque nacieron en México, los narcocorridos han cruzado fronteras. En Estados Unidos tienen una audiencia importante entre comunidades latinas, y en Colombia, Honduras y El Salvador también han influido en la creación de música que exalta al crimen organizado local. Es decir, no son exclusivos de México, pero sí profundamente mexicanos en su origen y formato narrativo.

Pero más allá del narco, hay otro tipo de apología del crimen igual de normalizada: la de la corrupción política institucionalizada. Mientras que el capo se viste de ídolo popular, el político corrupto se disfraza de servidor público. Uno conquista territorios con sicarios; el otro, con contratos amañados, conflictos de interés, licitaciones a modo y favores entre élites.

Si aceptamos, como señala Galtung, que la violencia cultural sostiene a la violencia estructural y directa, entonces debemos entender que el narco y el político corrupto no son enemigos: son socios simbólicos de una narrativa de poder sin ética. Y ambos se alimentan de la misma fuente: la impunidad.

Lo paradójico —y profundamente irónico— es que es precisamente desde las filas de esa clase política tradicional, históricamente beneficiada por redes de corrupción, donde se levantan hoy las voces más enérgicas contra la apología del delito. Señalan los narcocorridos como un peligro moral, mientras sus propias trayectorias están llenas de pactos inconfesables y omisiones rentables.

Pensar lo que toleramos

Hannah Arendt lo advirtió en su tesis sobre la banalidad del mal, el mayor peligro no está en los monstruos explícitos, sino en las personas, sistemas y sociedades que dejan de pensar en lo que hacen… o en lo que toleran.

Mientras no cuestionemos las narrativas que normalizan, celebran el crimen, las violencicas y la corrupción,  seguiremos conviviendo con una cultura de la ilegalidad  que ya no necesita justificación, porque se ha vuelto normal.