Lorena Cortés Villaseñor

Apatzingán  y “El Mínimi”, cuando la música se convierte en el soundtrack del Crimen.

Lorena Cortés - Miniatura (2)
Facebook
WhatsApp
X
Telegram

En un país donde el 75% del territorio está marcado por la sombra de algún grupo delictivo, según documentos de inteligencia militar filtrados por Guacamaya, el mapa de México parece más un tablero de control criminal que una nación soberana. De los 2,471 municipios, en 1,198 se registra la presencia de un cártel, banda o célula delictiva. ¿Qué significa crecer en un Michoacán donde estas cifras no son solo estadísticas, sino una realidad palpable? Tal vez, para entenderlo, baste con escuchar El Mínimi, una cumbia que no solo pone ritmo, sino que también narra, con inquietante normalidad, la vida al filo de la violencia armada. ¿arte o síntoma? Quizá ambos, en un país que parece haber olvidado dónde termina la ficción y comienza la tragedia diaria.

El fenómeno del crimen organizado es mucho más complejo de lo que parece a simple vista. Revertirlo requiere un reconocimiento profundo de su “carga viral”, donde generaciones enteras han crecido expuestas a la omnipresencia de grupos armados que han normalizado la violencia y el crimen como parte del paisaje cotidiano. En Michoacán, un estado que vio nacer desde los albores del siglo XX fenómenos criminales como el bandolerismo y que más tarde se convertiría en un epicentro del narcotráfico, estos aspectos culturales y simbólicos no solo influyen en las acciones, sino también en las aspiraciones de los jóvenes. Para muchos, el poder y el estatus asociados al crimen organizado se convierten en un modelo a seguir, perpetuando una problemática que exige enfrentar tanto las estructuras criminales como los imaginarios colectivos que las sostienen.

Las expresiones musicales que emergen de las subculturas juveniles no son casualidades ni simples manifestaciones artísticas desvinculadas del entorno. Según las teorías de las subculturas juveniles, como las desarrolladas por Cohen, estas prácticas son respuestas directas a la estructura social en la que viven los jóvenes. Representan intentos por dotar de sentido a un mundo que frecuentemente les limita oportunidades de desarrollo y pertenencia alejadas del ecosistema criminal.

En este contexto, canciones como El Mínimi no son meras apologías del crimen, sino narrativas de una realidad compleja: un entorno social donde la violencia, la desigualdad y la desintegración de las normas colectivas han dejado un vacío que estas subculturas llenan. Para muchos jóvenes, el crimen organizado no solo es un sistema que impone miedo, sino también un modelo de poder y aspiración.

En un estado como Michoacán, donde las tasas de homicidio doloso alcanzan niveles epidémicos, la posesión de un arma de alto calibre como la Mínimi se ha convertido en un símbolo de estatus y respeto. Este fenómeno, romantizado y amplificado por la música, los medios y las redes sociales, refleja más que una moda cultural; es una evidencia del ADN social que estas generaciones han heredado, moldeado por la exposición constante a la violencia y la presencia de grupos armados. La normalización de estos símbolos no es un accidente, sino el resultado de un fenómeno que nació y creció de forma organizada desde lo más profundo del tejido social; el crimen no se limitó a ser una actividad ilícita aislada, sino que se integró en las dinámicas económicas, culturales y familiares, infiltrando cada aspecto de la vida cotidiana.

Esta inserción profunda del crimen en el tejido social explica por qué los jóvenes no solo consumen estas imágenes, sino que las reproducen como parte de su identidad colectiva, perpetuando un ciclo que será difícil de romper sin intervenciones que ataquen las raíces de este fenómeno.

El surgimiento de figuras como Brayan Martínez, originario de Apatzingán, Michoacán —un municipio emblemático en la historia del narcotráfico y la violencia en el estado—, plantea un debate crucial sobre la influencia de la narco cultura en las subculturas juveniles y el papel de la música en este fenómeno. Con solo 17 años, Brayan ha alcanzado un nivel de notoriedad que no puede ignorarse. En menos de 24 horas, El Mínimi se convirtió en un fenómeno viral en TikTok con un millón de seguidores.

La música de Brayan, Peso Pluma, Natanael Cano y otros exponentes se han convertido en el soundtrack de una realidad violenta que, paradójicamente, encuentra en estas canciones una suerte de épica cotidiana. En composiciones como El Mínimi, la retórica muta de relatar historias de héroes forajidos a glorificar el armamento y los comandos armados, transformando la crudeza de la violencia en una narrativa idílica.

Es irónico cómo una sociedad que se escandaliza por las estadísticas de homicidios dolosos y la participación de jóvenes en el crimen organizado encuentra fascinación en la romanticización de armas de alto calibre y la vida de los sicarios. Al final, el verdadero corrido no se canta sólo en estas canciones; se escribe cada día en las calles de un Michoacán donde la realidad y la música parecen haberse fundido en un solo verso trágico.